Desde mi ventana

A decir verdad no pude elegir a mis padres, el momento de la llegada al mundo ni la cuna que me correspondía. Como tampoco estaba en mi mano, eso que se denomina destino, tampoco le presté importancia. A mis progenitores aprendí a quererlos, la época tiene su interés y el paisito me agrada. Una privilegiada, si me comparo con otras mujeres que las nacieron y fueron abandonadas en situaciones desgraciadas o en lugares inhóspitos, condenadas a situaciones de hambruna, explotación y violencia. Es decir, tuve la posibilidad de madurar entre personas decentes, en un momento apasionante y en el rincón que me corresponde.

Tras variadas reflexiones, diversas experiencias vitales y muchos zapatos gastados, me asomé a la vuelta de la esquina y pude conocer gentes distintas, culturas e ideologías diferentes, remotos países… «Qué repentinamente artificial / suena el catálogo de patrias / cuando no hay más que una, la poesía / de ser ciudadano en la Tierra.» Esclavistas que explotan sin freno, predicadores de poco pelo que tocan a rebato para salvaguardar sus riquezas o se envuelven en símbolos desnaturalizados… Y, mientras se llenan la boca de palabras grandilocuentes, su pasta gansa se refugia en paraísos y limbos fiscales, en bancos sin entrañas, en opulentas cuevas de Alí Babá…

A mis años todavía no se bien si una es de donde nace o de donde pace, si la patria es la infancia, la lengua, la bandera, el club de fútbol… y otras cosas sacrosantas para tantos. Eso sí, tengo claro que mi sitio en esta vida, la única que necesito pues la otra se la regalo a los Rouco-Blázquez y su papa Francisco, es ser parte de la sociedad que me rodea, aquella que me permite y garantiza: sanidad, educación, trabajo digno, libertad… y acariciar cierta suerte de felicidad en la Tierra conocida. Todo lo demás, sigue sonándome a música celestial, a pura retórica de visionarios, estafadores y cantamañanas…

Es posible que si hubiera nacido en Haiti, Albania o Mali, no sería la misma. Pero, seguro, tendría la misma dignidad, desearía mi hueco en el planeta. Por eso y otras cosas detesto los porteros de frontera, los racistas y xenófobos, los dogmáticos indocumentados…, esos que no saben o no quieren recordar que muchos de los suyos –sin papeles y apenas con lo puesto- quizá tuvieron que trasladarse al culo de más allá para sortear la pobreza, escapar de la represión, de tanta mierda que mancha… y hiede. Aquí y ahora, me acuerdo de tantos africanos, asiáticos o mojados, que pagan con su sangre el camino hacia la tierra de promisión, ese edén legendario que no reserva sombra para ellos; de los sirios atrapados por un régimen brutal y ciertos grupos de fanáticos; a los ucranianos y rusos ebrios de vodka garrafonero en medio de golosinas geoestratégicas y exaltación nacionalista o imperial; a mis amigos escoceses y catalanes que siguen luchando por otro modelo que no sea el de Mas i Lleida-Rajoy u otros barretineros de barras -aunque lleven estrella- estrechas…

En las luchas serias y justas –ingenua e impenitente solidaria- nos encontraremos. Como el capital –blanco o negro, saudí o vaticanesco- no deseo fronteras que se cierran para gentes sin recursos y se abren de par en par para los privilegiados. Ya no quiero que paren el mundo, ni deseo bajarme; ahora se trata de que el planeta entero se mueva más deprisa, de cambiar su oxidada y obsoleta maquinaria antes de que nos aplaste en el día del espectador o echando la siesta en el salón de casa.

Laura Mendiola