Esta que voy a contarles no es una historia ejemplar, pero es una buena historia. Habla de venganza y de muerte. Poco recomendable, como ven. Sin embargo, debo confesar que me gusta mucho. Ignoro la razón exacta de que sea así. Tal vez porque también está hecha de tenacidad y de coraje. Incluso de amistad, o lealtad, o como quieran ustedes llamar a lo que allí hubo. Y a lo mejor, después de todo, en ese aspecto sí resulta ejemplar. O no. Eso decídanlo ustedes. Conozco el episodio gracias a un libro de mi amigo Diego Navarro Bonilla, quizá el mejor investigador sobre asuntos de espionaje que hay en España. Y aquí lo tienen.
A principios de mayo de 1939, un mes después de terminada la Guerra Civil, un pequeño grupo de guerrilleros anarquistas, capturados por las tropas nacionales en el puerto de Alicante, se fugaron del campo de concentración de Los Almendros. Habían militado durante la República y peleado en la guerra. Todos eran jóvenes y resueltos, con mucha experiencia, curtidos por tres años de combates. Y escondiéndose de día y caminando de noche, ayudándose unos a otros, cruzaron media España decididos a alcanzar los Pirineos y llegar a Francia. Querían seguir luchando.
Al llegar a la provincia de Huesca, cerca de Gurrea de Gállego, varios se separaron del grupo. Antes de ir a Francia, dijeron, tenían asuntos que arreglar. Todos eran de ese pueblo, donde tres años antes se habían enfrentado a falangistas y soldados sublevados contra la República, haciéndoles catorce muertos. Ninguno de aquellos jóvenes cenetistas era un niño de coro. En julio del 36, antes de retirarse ante el avance nacional y para no dejar cabos sueltos, le habían pegado un tiro al cura del pueblo, el párroco Félix Ferrer, y otro al aristócrata local, conde del Villar. También habían intentado completar el clásico terceto de esos días con el terrateniente del vecino pueblo de La Paul, un hacendado llamado Brun; pero éste se les había escapado por los pelos. Así que durante el resto de la guerra, en la que participaron activamente como guerrilleros tras las líneas enemigas, tuvieron esa espina clavada: no haber podido mochar parejo y completar la cosa. Y el escozor se agravó cuando supieron que Brun iba señalando con el dedo y los nacionales habían fusilado a la madre y la tía de uno de ellos.
Ahora imagínenselos, que no es difícil: unos pocos anarquistas duros como piedras, criados en el mismo pueblo y compartiendo los mismos ideales; reforzada su amistad por los lazos que se establecen entre quienes pasan juntos penalidades y peligros en combate. Aquéllos, pese a la derrota, no se daban por vencidos. Eran recios, sufridos, tenaces y testarudos como buenos aragoneses. Se conocen algunos de sus apellidos: Navarro, Arbués, Dieste, Domeque –eran dos hermanos– y Martínez. Podían haberse puesto a salvo en Francia, pero se quedaron en aquel paraje infestado de falangistas y guardias civiles que todavía celebraban la victoria. «Buenos mozos» y «gente brava», los definirían tiempo más tarde vecinos del pueblo que los conocían. Además, con la idea amarga de que el terrateniente seguía vivo disfrutando de sus pesetas y ellos se iban a Francia sin darle candela. Así que tras larga caminata, sucios, desharrapados y hambrientos, se acercaron con muchas precauciones, desenterraron armas que habían escondido tres años atrás, y fueron en busca del terrateniente para rematar la faena.
No les salió bien: Dieste y Arbués fueron capturados por la Guardia Civil, y poco después cogieron a Martínez y uno de los Domeque. Pero sus compañeros, tenaces, siguieron adelante. Entraron en La Paul e incluso llegaron a cruzarse con el tal Brun, el terrateniente; pero estaba oscuro y no lo reconocieron, aunque él sí a ellos. Se metieron en su casa a esperarlo mientras el cacique corría a avisar a la Guardia Civil. Y llegó el infierno. Acorralados, los últimos del grupo lucharon a tiro limpio. Al final salieron disparando, enloquecidos como animales. Alguno logró escapar, otros fueron apresados, dos cayeron acribillados. El último en morir se llamaba Jesús Navarro Aralda, y antes de caer se llevó por delante al cabo de la Guardia Civil Lucio Marco Urrunzaga.
Y, bueno. Hace veinticinco años, a una de mis novelas le puse como epígrafe una cita de Tim O’Brian: Si una historia de guerra parece moral, no la creáis. Pero ya no estoy seguro de eso. Hace mucho tiempo que no. A ustedes corresponde decidir si la que acabo de contar es una historia moral o inmoral. Yo tengo mi propia idea, naturalmente. Pero ése es asunto mío.