LA EJECUCIÓN DE LOS ANARQUISTAS SACCO Y VANZETTI: EL ODIO DE UN JUEZ, UN ALEGATO QUE SE CONVIRTIÓ EN POEMA Y UN FINAL EN LA SILLA ELÉCTRICA – Infobae

Una redada policial. Era la noche del 5 de mayo de 1920 en Boston. Hacía rato que vigilaban a ese grupo de anarquistas. A dos de ellos les requisan un arma y una importante cantidad de panfletos. El texto: «Han combatido en todas las guerras. Han trabajado para todos los capitalistas. Han recorrido todos los países. ¿Han cosechado los frutos de sus fatigas, el premio de sus victorias? ¿Acaso el pasado les da consuelo? ¿El presente les sonríe? ¿El futuro les promete cualquier cosa? ¿Han encontrado un pedazo de tierra donde puedan vivir como seres humanos y morir como seres humanos? Sobre esas cuestiones, sobre estos argumentos de la lucha por la existencia, Bartolomeo Vanzetti hablará en esa reunión»

Los anarquistas italianos se habían convertido en un gran enemigo. Desde hacía un par de años que asolaban las grandes ciudades norteamericanas con atentados. Lanzaban panfletos y proclamas, iban armados, atacaban por sorpresa con bombas caseras. La detención de Sacco y Vanzetti se da en este clima de época. Primero los acusan de agitadores. Son encerrados.

Varios días después, ante la presión de los abogados que habían contratado los camaradas libres de los dos detenidos, las autoridades debían expedirse sobre la situación procesal de ellos. Levantaron cargos contra ellos. Pero la carátula del expediente había variado sensiblemente. Nicola Sacco, zapatero, y Bartolomeo Vanzetti, vendedor de pescado, fueron acusados de doble homicidio y robo a mano armada. Les imputaron dos homicidios ocurridos veinte días antes. Muy lejos de donde ellos se encontraban.

Desde ese momento hasta que los ejecutaron pasaron siete años. En una primera causa por homicidio, Sacco fue absuelto porque la tarjeta del trabajo indicaba que ese día había permanecido en su puesto. Vanzetti, como pescador, no tenía tarjeta para blandir; tan sólo testigos que fueron, uno a uno, desestimados. Nadie creía en su culpabilidad excepto el juez del caso Webster Thayer.

Pronto al dúo de italianos les endilgaron otro crimen. El proceso fue veloz. Y otra vez parcial. El juez Thayer pidió ser asignado al caso. Su parcialidad fue manifiesta. Estaba ensañado, sin poder contener su actuar arbitrario. Algunas de las pruebas del expediente decían que un testigo ocular del hecho declaró que los asesinos no eran Sacco y Vanzetti, ni siquiera tenían similitudes fisonómicas con los que él había visto, el calibre de las balas homicidas era distinto al del arma secuestrada a los italianos, varios testigos confirmaron donde estaban los imputados en el momento del hecho, una gorra encontrada en el lugar y considerada prueba clave le quedaba ostensiblemente chica a los dos acusados. A pesar de todo eso, el jurado guiado por el juez declaró la culpabilidad de ambos en tiempo récord. La condena fue de muerte. En la silla eléctrica.

Allí comenzó el tiempo de las apelaciones, los pedidos de clemencia y las campañas internacionales. Los abogados presentaron más de diez recursos, varios con hechos nuevos, pero todos fueron desestimados. Fueron seis años de apelaciones infructuosas, no escuchadas. En el medio se agregó otro elemento relevante. Celestino Medeiros, apresado por otros homicidios, confesó que también había matado a los dos que les atribuían a los anarquistas italianos. Nada de eso fue suficiente. Tampoco la presión de los más prestigios artistas y escritores internacionales que abogaron por la libertad de Sacco y Vanzetti a lo largo de todo el proceso. Dorothy Parker, Edna St. Vincent Millay, Upton Sinclair, George Bernard Shaw, Bertrand Russell y John Dos Passos fueron algunos de los escritores que se sumaron. En todas las grandes capitales del mundo se realizaron marchas para pedir por la suerte de los condenados. Los juristas más reconocidos de Estados Unidos pidieron que se realizara un nuevo juicio. Todo fue infructuoso.

El juicio fue una puesta en escena. La sentencia pendía sobre sus cabezas desde el día del arresto. Los condenaron a morir en la silla eléctrica. Cincuenta años después, en 1977, el gobernador de Massachussets, Michael Dukakis, ordenó la revisión del caso. Se comprobaron severas irregularidades en el proceso. El repaso de lo sucedido se realizó sin el aporte de nuevas pruebas, sino tan solo con el análisis del expediente. El mismo que tuvo en frente el juez que los condenó. Allí, dijeron los expertos, se encuentran las pruebas que establecen con contundencia la inocencia de Sacco y Vanzetti.

Sacco era parco, no dominaba el idioma inglés con demasiada fluidez. Su silente dignidad fue un símbolo de su época. Vanzetti, por su parte, era locuaz, un orador convincente, con un temperamento fuerte y vivaz. Proclamaron su inocencia y lucharon contra un sistema judicial que los expelía. Eran extranjeros, pobres y anarquistas. Sus ideas no tenían lugar en la tierra de la libertad.

Durante el turno de los alegatos sabían que nada de lo que dijeran modificaría su destino. No claudicaron. Habían luchado toda la vida y lo seguirían haciendo. No intentaban convencer al jurado. Sus argumentos, sus palabras, no tenían la finalidad de salvar sus vidas. Esa batalla la habían perdido tiempo atrás. Las palabras finales de Sacco y Vanzetti ante la corte son una declaración de principios. La demostración de quiénes eran los únicos dos con dignidad y nobleza en esa sala de audiencias.

En 1946, el poeta y crítico literario Selden Rodean publicó su New Anthology of Modern Poetry. Entre poemas de Dylan Thomas y e.e. cummings incluyó en su antología este poema de Bartolomé Vanzetti. Este poema no es más que parte del alegato final de Vanzetti en el juicio que fue condenado a muerte, versificado por el antólogo. Fue traducido al castellano por el escritor Augusto Monterroso.

He hablado tanto de mí mismo
que casi olvido mencionar a Sacco.
Sacco es también un obrero,
desde su niñez un experto obrero,
amante del trabajo,
con buen empleo y una buena paga,
una cuenta de banco, una esposa buena y amable,
dos lindos hijos y un hogar pequeño y limpio
a la orilla del bosque, cerca de un arroyo.
Sacco es un corazón, una fe, un carácter, un hombre;
un hombre amante de la naturaleza, de la humanidad;
un hombre que lo dio todo, que sacrificó todo
a la causa de la libertad y su amor al hombre:
dinero, descanso, ambición terrena,
su propia esposa, sus hijos, él mismo
y su propia vida.
Sacco no ha soñado nunca robar, asesinar.
Ni él ni yo nos hemos llevado jamás a la boca
un pedazo de pan, desde nuestra niñez al día de hoy,
que no hayamos ganado con el sudor
de nuestra frente. Nunca.

Oh, sí, como alguien lo ha dicho
yo puedo ser más ingenioso que él;
mejor conversador, pero muchas, muchas veces
al escuchar su voz cordial resonando con fe sublime,
al considerar su sacrificio supremo, al recordar su heroísmo
me sentí pequeño ante su grandeza
y me encontré a mí mismo luchando por contener
las lágrimas de mis ojos
y calmar mi corazón
impidiendo a mi garganta sollozar frente a él:
este hombre llamado ladrón y asesino
y sentenciado a muerte.

Pero el nombre de Sacco vivirá
en el corazón de la gente y en su gratitud
cuando los huesos de Katzmann
y los vuestros hayan sido dispersados por el tiempo;
cuando vuestro nombre,
vuestras leyes e instituciones
y vuestro falso dios
sean apenas el borroso recuerdo
de un pasado maldito en que el hombre
era lobo del hombre.
Si no hubiera sido por esto
yo podría haber gastado mi vida
hablando en las esquinas a gente burlona.
Podría haber muerto inadvertido, ignorado, un fracaso.
Ahora no somos un fracaso.
Ésta es nuestra carrera y nuestro triunfo.
Nunca en toda nuestra vida pudimos esperar
hacer tal trabajo
por la tolerancia, por la justicia, por la comprensión
del hombre por el hombre
como ahora lo hacemos por accidente.
Nuestras palabras, nuestras vidas,
nuestros dolores… ¡nada!
La toma de nuestras vidas
-vidas de un buen zapatero y un pobre
vendedor ambulante de pescado-
¡todo! Ese último momento nos pertenece:
esa agonía es nuestro triunfo.

Minutos antes, el juez le había preguntado a Sacco si había algún motivo por el cual no lo tenían que condenar a muerte. El hombre se puso de pie y se quedó en silencio un largo rato. Habló con voz suave. Proclamó su inocencia y la de su camarada. Calificó al juicio como cruel, inhumano e injusto. En ese momento levantó la vista y miró al juez a los ojos. «Usted lo sabe bien», le dijo. Él no era orador y lo sabía. Dijo que prefería dejarle su tiempo a su camarada.

Desde la cárcel, durante esos seis años de espera, los dos hombres escribieron varias cartas. Las más conmovedoras son las que ambos le escribieron a Dante Sacco, el pequeño hijo de Nicola. Vanzetti, sin hijos y conocedor de la parquedad de su amigo, quiso que el chico tuviera en el futuro una imagen cabal del padre, cuando ya no lo tuviera con él y fuera lo suficientemente grande para entender lo sucedido:

«Te digo que tu padre no es un criminal, sino por el contrario, uno de los mejores hombres que yo haya conocido nunca. Algún día podrás entender lo que te digo: tu padre ha sacrificado todo lo que en la vida hay de más querido para el corazón y más sagrado para el alma, por su fe en la libertad y la justicia para todos. (…) Acordate, Dante. acordate siempre de esto: nosotros no somos ni fuimos nunca criminales; nos declararon culpables en virtud de falsos testimonios, nos han denegado varias veces un nuevo proceso y si somos ejecutados después de siete años, cuatro meses, y diecisiete días de indescriptibles torturas, es solo por la razón ya expuesta por mí: porque estuvimos y estamos siempre de parte de los pobres y contra la explotación y la opresión del hombre sobre el hombre.(…) Y ahora, querido Dante, se siempre bueno y valeroso. Siempre … Un cariñoso abrazo»

El padre, Nicola Sacco, también quiso dejarle su mensaje a Dante, su propio hijo. Desde su estrecha celda, ya sin esperanza, casi a la puerta del patíbulo escribió:

«(…) Así que, hijo, en vez de llorar, sé fuerte, de modo que seas capaz de consolar a tu madre… llevala a una larga caminata por el campo en silencio, junten flores silvestres aquí y allá, descansen a la sombra de los árboles… pero recordá siempre, Dante, en este juego de la felicidad no te sirvas a ti mismo únicamente… ayudá a los perseguidos y a las víctimas, porque son ellos tus mejores amigos. En esta lucha de vida hallarás más amor y serás amado».

Unos días después, el 23 de agosto de 1927, ejecutaron a tres personas en un subsuelo del presidio. El primero fue Celestino Medeiros, el que había confesado la autoría de los crímenes que le endilgaban a los italianos, condenado por múltiples robos y asesinatos. Después llegaron las ejecuciones de las que el mundo estaba pendiente. Las de Sacco y Vanzetti.

Nicola Sacco ingresó a la sala silenciosa. Todos los ojos estaban sobre él. Sacco no miró a nadie. Enfiló calmamente hacia la silla. Lo ataron. Mientras le colocaban los electrodos miró hacia delante, con ojos serenos. No se adivinaba en su cara ni dolor ni desesperación. Un dejo de resignación se dibujaba en sus labios. Las luces se apagaron. Luego, la descarga eléctrica.

Siete minutos después ingresó el último condenado. Bartolomé Vanzetti entró caminando con decisión como si el verdugo fuera él. En la sala sólo se escuchaban sus pasos. Un rictus severo le atravesaba la cara. Lo quisieron sentar en la silla eléctrica. Él los detuvo con gesto enérgico. Miró a los ojos a cada uno de los presentes. Vanzetti tomó la palabra.

«Quiero decirles que soy inocente. Nunca he cometido un crimen; pecados sí, pero nunca un crimen. Somos inocentes. Buenas noches, señores… ¡Viva la anarquía!»

No le tembló la voz.

Matías Bauso

Artículo publicado en INFOBAE