¿DÓNDE CONFINAR LOS MIEDOS? ¿QUIÉN COFINANCIARÁ LOS MIEDOS?

Extraído del Pandora nº 128.

El miedo, según definición de manual, es un legado evolutivo vital con gran valor de supervivencia. Tiene dos funciones posibles: una, como sistema predatorio de defensa y, otra, como sistema social de sumisión. Por eso, según dónde se enmarque, el miedo nos puede llevar a distanciarnos y huir de los depredadores, y quizás a atacarles si nos consideramos capaces; o, puede paralizarnos frente a las amenazas sumiéndonos en una inmovilidad defensiva. Siguiendo también con los manuales, les escuchamos decir que el miedo es una emoción que implica inseguridad respecto a las propias capacidades para evitar, escapar o soportar la amenaza que lo ha generado. El miedo puede ser aprendido directamente mediante observación e identificación. Pero también puede ser aprendido de forma vicaria, y sobre todo, por transmisión social a través de la cultura y de los medios de comunicación.

Hasta ahí, la teoría. La experiencia nos cuenta que no hacen falta motivos ni amenazas para sentir miedo, y que quizás lo más temible sea el miedo en sí mismo, sobre todo cuando es difícil de nombrar, localizar e identificar. Temible es el miedo que se disfraza persistente de amenaza difusa presente en toda parte y en ninguna a la vez. Es ese miedo que nos equivoca y nos lleva a identificar como salvador al agresor; como protección a las conductas arriesgadas; y, como bienhechor al malhechor. Temible es la ansiedad que puede provocar ese miedo, ingrediente indispensable de los sistemas de gobierno, denominados democráticos, que diseñan y construyen amenazas a medida para arrasar los derechos y las libertades individuales logrando que sean deseables y esperadas las medidas que adoptan, enmascarando la violencia que entrañan. Temible es, en definitiva, que multitud de malestares, viejos malestares, queden anclados al miedo ante una amenaza construida a la medida, y éste se convierta en el argumento justificativo de actitudes y comportamientos agresivos y violentos que merman los derechos y las libertades de las personas.

Marzo de 2020, estado de alarma. Como consecuencia del mismo y por razones sanitarias, debemos guardar distancias dentro del transporte público que ha reducido sus horarios drásticamente, pero no su precio, y que sólo podemos usar para ir a trabajar, esto es, producir, o para ir a consumir, esto es, dar salida a lo que se está produciendo y permitir que se siga produciendo. A medio trayecto el chófer con tono histérico nos increpa para que retiremos los enseres personales de los asientos vacíos. Algunas personas los retiramos obedientes. Otras personas nos sorprendemos y también, a voces, preguntamos por qué. Dice a gritos que si hubiera otros pasajeros ocupando esos asientos no les hubiéramos puesto nuestras cosas encima. Procedemos, los que no lo habíamos hecho ya, a retirar nuestras chaquetas y mochilas de los asientos vacíos contiguos. El chófer no queda satisfecho a pesar de nuestra dudosa sumisión. Como me haga bajarme, pienso, tendré que esperar más de dos horas al siguiente servicio… no es para hacerme la valiente, me digo. Nos mira amenazante por el retrovisor. Continua gritando: “si me para la policía, me multan a mí, y seguro que están ahí a la entrada de (…)”. Es cierto, están ahí a la entrada, y están aquí, sentados conduciendo e increpándonos a gritos mientras nos miran por un espejo retrovisor…

Este “estado de alarma” ha sacado lo mejor de algunas personas. O eso nos están contando los medios de comunicación: en los centros sanitarios ya no hay especialidades, dicen, todas las personas hacen de todo; las empresas que más explotan a sus trabajadores, y que tenían incluso, deudas tributarias hacen ahora donaciones de material sanitario y repatrían a becarios que tenían repartidos por el mundo; las empresas productoras de comida basura distribuyen gratuitamente menúes alimentarios a menores en situación vulnerable; agentes de “seguridad” de cuerpos que ni sabíamos que existían limpian pasamanos con lejía y llevan regalos de cumpleaños a personas aisladas; los ayuntamientos y sus concejalías se acuerdan de las personas que viven en la calle y de las que, excediendo sobremanera las capacidades razonables viven en recursos pseudocarcelarios; el gobierno rescata a la ciudadanía “atrapada” en otros países… Pero ¿no había que quedarse allí donde estabas para romper la cadena de contagios? Y en algunos lugares, al día siguiente de cerrar los centros educativos –primera medida a la que asistimos mientras las grandes superficies comerciales permanecían abiertas–, los supermercados estaban llenos de menores –más activos vectores de contagio, nos dijeron– que de la mano de la abuela y del abuelo –población más vulnerable frente a la enfermedad, nos dicen– hacían la compra por la mañana y hacían cola promiscuamente para pagar; porque todavía, papá y mamá no habían conseguido regularizar la manera de no perder sus salarios mensuales, esto es, no habían normalizado el ahorro de las empresas en medios de producción sin ver mermados sus beneficios –léase, teletrabajo, cuando no, despido encubierto o explícito. Bonita viñeta de cómic estamos dibujando, digna de museo y de representación teatral, a la que le podemos poner una cierta banda sonora, la de las cifras. Porque cuantificar se ha vuelto el deporte más practicado: las cifras pueden ser esperanzadoras o devastadoras. Incluso la misma cifra es ambas cosas a la vez. Los modelos matemáticos sirven para predecir lo impredecible y se convierten en el mejor chiste surrealista: millones de ayudas, millones de personas en cuarentena, millones de mascarillas, millones de respiradores, millones de guantes, millones de metros de papel higiénico, millones de pañuelos desechables, millones de estafas, millones de llamadas telefónicas para contrarrestar la soledad, millones de personas encarceladas en sus propias casas…

Este “estado de alarma” además de permitir exhibir cierto altruismo a algunos individuos también ha vestido gratuitamente de uniforme a una buena parte de la ciudadanía, consumidora de vida ajena, que sin miramiento alguno se atreve a juzgar a diestro y siniestro; y, que se supone única en comportamientos responsables. Digamos que el motor que les alimenta es el miedo: miedo a la multa, miedo al contagio, miedo al desempleo, miedo al anonimato.

Así, proliferan las miradas inquisidoras de unos ojos en cualquier esquina, desde cualquier ventana. Nos han quitado los parques, los abrazos, las aulas, las tabernas, las bibliotecas, las manifestaciones, las playas y los montes. Y si nos resistimos insumisos cualquier persona podrá señalarnos con dedo apuntador en defensa del bien común y del bienestar colectivo mientras compartimos escenario sumido en el malestar generalizado. Solo nos han dejado algunos comercios y plataformas virtuales donde desnudar la creatividad, las emociones y la imaginación y exponer pensamientos e ideas, que serán en breve patrimonio de las multinacionales y entretenimiento gratuito del vecindario. Pan y circo, vieja fórmula. No hemos replicado: apenas esos aplausos eufóricos homenajeantes cronometrados o esas caceroladas reivindicativas; y, consumos masivos, para quienes han podido canalizar así sus miedos, ansiedades y demás frustraciones. Y de paso, los gobiernos con la fórmula del “estado de alarma” y las medidas derivadas se han quitado de encima protestas varias. Eso sí que da miedo: el silencio aplastante sobre las protestas de pensionistas, feministas, y agricultores, entre otras; el silencio exasperante sobre irregularidades y delitos regios; y, las medidas económicas adoptadas. Esas sí que dan miedo, las medidas económicas adoptadas. Lejos de corregir los males y carencias que está sufriendo la ciudadanía, anteriores a la propagación de la pandemia, nos condenan a sufragar la reducción de las ganancias, que no pérdidas como están diciendo, a largo plazo y de forma subsidiaria a través de aplazamientos y endeudamientos varios, de dependencia absurda de entidades supranacionales inútiles y parásitas. Por si fuera poco, ya nos anuncian que nuestras jornadas de trabajo se expandirán como por arte de magia. Eso sí que aterra: si no me permiten ir a trabajar pero tengo que recuperar el tiempo no trabajado, cómo lo haré. ¿Estaremos asistiendo a la pérdida progresiva de dos de los poquitos derechos laborales que nos quedaban, como son el descanso diario y las vacaciones anuales retribuidas?

En esta tendencia desatada a cuantificarlo todo, queda por elaborar y analizar el modelo matemático que ayude a calcular las consecuencias reales de este estado de alarma que hemos puesto en escena tal cual borrador definitivo. Quizás los hospitales improvisados y las unidades de cuidados intensivos espontáneos sean susceptibles de convertirse en centros de cuidados psiquiátricos porque nos hará falta incrementar su número. Si volvemos al manual, para concluir, le escuchamos decir que el miedo está en el origen del sufrimiento y provoca numerosos trastornos: ataques de pánico, bloqueos emocionales, entorpecimiento de la acción, y trastornos obsesivo-compulsivos y postraumáticos varios. Queda por cuantificar el alcance de la indefensión, que cuando se torna en indefensión aprendida, ya sabemos lo que conlleva tal y como nos han explicado bien las personas que sufren violencia repetida, violencias repetidas.

¿Serán los miedos a los virus, a las enfermedades que provocan, a la población gitana, a las fronteras permisivas, a la libre circulación de las personas, a la emigración, a la escasez de comida, a vivir sin dejar huella en el espacio virtual y las ansiedades varias que éstos provocan los que nos empañen las gafas y nos nublen la vista para no dejarnos ver que nos han quitado los parques, las bibliotecas, los plenos sindicales, los montes y las playas, las aulas y las tabernas, las calles y los abrazos? ¿Serán estos mismos miedos los que nos impidan contemplar la posibilidad de traducir lo que estamos viviendo en brusca, inesperada pero eficaz escuela, donde aprender a identificar todas nuestras capacidades, que tenemos pero no usamos?

Cuando nos devuelvan los abrazos y las bibliotecas, las asambleas sindicales y las aulas, los ríos, los puentes y las plazas, cuando nos dejen deambular sin rumbo bajo un paraguas agarradas de la mano o de la cintura de alguien tendremos que sentarnos y hacer una lista de las irresponsabilidades de quienes se dicen responsables sin serlo. Cuando pase esta reclusión sumisa que estamos viviendo, si la sobrevivimos, tendremos que examinar con potente lupa con qué varita mágica nos convirtieron la “seguridad social” en inseguridad social y a quiénes está propiciando pingües beneficios.

Nos están pidiendo distancia social, y la distancia que crece, imperturbable, veloz e imparable es la existente entre las minorías que poseen la mayor parte de las riquezas materiales y el resto de expulsados y expulsadas del festín. Nos están pidiendo que nos lavemos las manos frecuentemente, y quienes se las lavan sin parar, desatendiendo sus responsabilidades, ocupan todos los puestos donde se toman las grandes decisiones y nos atemorizan impidiéndonos ver de qué manera las tienen enfangadas.

Anónima | Ilustración: Lolomotion

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