Extraído del cnt nº 423
Estábamos en la era y amontonábamos la parva», «pal señorito he trabajao mucho cuando era mozuela» y «después de trillar el trigo al río a por agua y a lavar la ropa con cuatro criaturas». Estas son las frases que mi madre enferma de Alzheimer, sin motivo aparente, te dice una y otra vez. Estas son de las pocas palabras que describen parte de su vida: señorito, parva, era, rio, criaturas…
A partir de estas palabras podríamos construir todo un relato de vida que la sociedad actual pareciera que ha dejado en el olvido.
La era es el lugar donde las personas campesinas trillaban el trigo para segarlo, extenderlo y aventarlo con el viento fresco. «Aventar la parva en la era» es una frase que pertenece a una agricultura con una base importante de mano de obra que ha ido siendo sustituida progresivamente por maquinaria. A su vez, es oportuno señalar que a aquella mano de obra se le queda más que corto el concepto actual de brecha salarial.
«Señorito» pertenece a una época donde se era consciente de las clases sociales, mientras que en la actualidad, a pesar de que el señorito esté igual de presente o más, si cabe, el concepto parece haberse nublado.
«Ir al rio a por agua y lavar la ropa con cuatro criaturas». Las tareas del hogar se simultaneaban con «las criaturas», con los cuidados de la familia. Las mujeres, a lo largo de toda la historia, hemos tenido varias jornadas entre la laboral y la doméstica.
Cinco décadas después de aquellos momentos que evoca mi madre, el único cambio constatable es el del uso de las palabras, que se van perdiendo en la memoria de las personas mayores, pero el relato sigue siendo el mismo. Las mujeres continuamos siendo el pilar invisibilizado de los cuidados y del mantenimiento de la vida familiar.
En las escuelas se estudia a Platón y su pensamiento dualista, que afirma que la realidad se construye por pares opuestos: mujer/hombre, naturaleza/ciencia, animal/ser humano, privado/público, ciudad/pueblo, pobres/ricos, etc. En este sistema dualista siempre uno de los dos conceptos se legitima por encima del otro, constituyendo un sistema de dominación.
Asumiendo el sistema dualista de Platón, observamos cómo se ha ido reflejando esta dominación a lo largo de la historia. Por poner algunos ejemplos, Aristóteles afirmaba que «a las mujeres, como a los esclavos, hay que enseñarles lo que tienen que hacer». El escritor agronómico romano Columela que, como nos señala la historiadora almeriense Cándida Martínez, mientras criticaba a los terratenientes en las ciudades por poseer la tierra sin ser labradores, decía que «las mujeres nunca pueden permitirse estar ociosas porque, al fin y al cabo, lo que hacen no es trabajo, sino aquello para lo que están dotadas como mujeres, aquello que les da honor como mujeres». Más adelante, un filósofo defensor de la igualdad, la libertad y amante de la naturaleza como Jean Jacques Rousseau afirmaba que «se necesita una mujer en el hogar que se ocupe de todas aquellas tareas que él no podría asumir».
Por otra parte, son varias las autoras ecofeministas que utilizan la metáfora de feminización de la naturaleza y naturalización de la mujer. La doctora en Filosofía Lizbeth Sagols hace una síntesis del pensamiento de Karen Warren: «El patriarcado es un sistema que impone la lógica de la dominación hacia todos los seres que no son fuertes, poderosos ni dominantes, incluida por supuesto la naturaleza».
Teniendo en cuenta que todos los seres humanos sin excepción, en algún momento de nuestras vidas tendremos total dependencia del cuidados de otras personas, nos podemos identificar con esos «seres que no son fuertes» que cita Warren. Mi madre dejó de cuidar para que la cuidaran.
Cuidar es lo que las mujeres han hecho a lo largo de los milenios, cuidar de los suyos y cuidar de la naturaleza, los comienzos de la agricultora son en femenino, las mujeres fueron las primeras agricultoras, en un inicio recolectando frutos para alimentar a su tribu y posteriormente domesticando aquellos para cultivarlos.
Françoise D’Eaubonne, que fue la escritora francesa que acuñó el término ecofeminismo, señalaba que éste «se estructura a partir de una postura ética radical: la autoconstrucción de la mujer a partir de la ampliación de la justicia en un mundo igualitario y unido con la naturaleza».
Atrás quedaron los tiempos donde las personas campesinas se juntaban en la era a trillar la parva. El culto al productivismo desplazó estas prácticas con maquinaria, intensificando los cultivos y desarrollando la técnica para la sobreexplotación agraria. Es entonces cuando las mujeres van siendo expulsadas del sector primario y relegadas en gran medida a las labores domésticas y de cuidado familiar.
Y llegó la revolución verde, prometiendo erradicar el hambre del mundo pero han pasado más de cuarenta años y el hambre del mundo no solo no se ha reducido, sino que ha supuesto la pérdida de millones de pequeñas producciones familiares absorbidas por las grandes explotaciones —los señoritos— y, al mismo tiempo, esa agricultura industrial y globalizada ha causado un enorme impacto ambiental afectando a la biodiversidad, el agotamiento de los suelos, contaminación de las aguas y el consiguiente cambio climático cada vez más presente. Sin embargo, en los últimos años viene resonando la misma cantinela de la salvación a través de la biotecnología. Enaltecen las semillas engendradas por la ciencia de forma transgénica con la excusa de resolver los problemas nutricionales y el hambre en el mundo, pero su objetivo real es controlar las semillas que son la base de la agricultura. Se trata de la misma canción del poder, pero con otro ritmo que nos crea una muy conveniente sordera ante el problema real: la necesidad de reparto de la riqueza y de llevar a cabo cambios estructurales. No es necesario producir más cantidad de alimentos cuando, según la FAO, un tercio de la producción mundial anual, 1.300 millones de toneladas, acaban anualmente en la basura.
A este desperdicio alimentario tenemos que añadirle el coste del uso de recursos naturales que se requieren para la producción de estos alimentos y la repercusión medioambiental y humana que supone, con el uso abusivo de pesticidas y fertilizantes que envenenan la tierra, los acuíferos y los ríos. Y para rematar, la pérdida de biodiversidad, de la mano del abandono de los agrosistemas locales y su enorme riqueza cultural heredada de generación en generación.
Mientras la comunidad mundial procura alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) utiliza el aceite de palma como biocombustible o la fécula de patata para hacer bolsas biodegradables y continuar el mismo sistema de consumo, menos contaminante para países desarrollados pero sobreexplotando a la naturaleza y a las comunidades agrarias para tranquilizar las conciencias del primer mundo, como nos señalan Laura Villadiego y Nazaret Castro en su libro Carro de combate: consumir es un acto político, donde diseccionan todas las fases del consumo como son la extracción, producción, circulación, consumo y desechos.
En Latinoamérica, las mujeres se están organizando en «los pueblos contra el terricidio» para luchar especialmente en contra de los procesos de extracción y producción, llevadas a cabo bajo unas condiciones de abuso descontrolado de sobreexplotación de los recursos naturales y las personas.
Ante esta situación, las mujeres pueden convertirse en agentes del cambio fundamentales en los ámbitos de la agricultura, el desarrollo rural y la conservación de la naturaleza, porque representan más del 43% de la población activa en la agricultura a nivel mundial.
Rosa Pineda | Córdoba | Ilustra: LaRara
Publicado en: CNT