Extraído del Pandora nº 129.
Titulando el artículo con esa disyunción, en apariencia redundante, no busco sino profundizar en polémicas terminológicas, lo que puede juzgarse vano por muchos, incluso innecesariamente divisorio. No obstante, y dado que para este 1º de mayo también nos ha sido expropiada la vía pública, es dudoso que pueda caber ningún mal en sustituir lo laudatorio y combativo, por unos minutos de pensamiento autocrítico.
¿Puede el anarquismo hacer suyo el concepto de “lucha de clases”? Más allá de disquisiciones teóricas, es evidente que de facto así ha sido: se ha reivindicado su necesidad, se ha postulado su carácter insalvable en la humana búsqueda de la libertad. No obstante, ¿ha podido esto llegar a ser algo más que un empleo puramente retórico? ¿Permite el sentido significado por ese término ser puesto en armonía con el resto del ideario anarquista? Inusual cuestionamiento. Sin embargo, hay que reconocer que merece ser tenido en cuenta ahora que, incluso aquellos que más han usado y abusado de dicho concepto, los marxistas, comienzan a revisionar el término.
¿Qué significa, por tanto, “lucha de clases”? Dejemos a un lado, de momento, el término más cristalino, y preguntémonos: lucha, ¿de qué clases? ¿Qué es una clase? La respuesta ingenua es: grupo social producto de una división estructural en la sociedad, enfrentado al grupo que constituye el otro lado de la divisoria. Así que no hay clase, sino clases, lo que no necesariamente quiere decir sólo dos clases. Esta es una de las virtudes de dicha definición, la cual flaquea por lo demás: ni la clase es un grupo (pues un agrupamiento es una sumatoria de individuos y la clase nace de condiciones que, por definición, trascienden la individualidad), ni está de suyo enfrentada al resto de clases que se le oponen, lo que no quiere decir que no posea cierta potencialidad en este sentido. Sólo hace falta mirar en derredor para percatarnos de que la paz social y el servilismo agradecido son posibilidades perfectamente factibles dentro de una sociedad dividida.
En contraposición a esta idea de clase, de corte demográfico y completamente neutra políticamente, ya que no realiza ningún juicio de valor sobre lo que describe (habiendo sido así adoptada tanto por las clases subalternas como por las privilegiadas), habría que privilegiar otra, más dinámica y combativa. También más acorde con el pensamiento de Marx, aunque los autodenominados “marxistas” científicos hayan preferido la definición ingenua para fundamentar toda su bárbara ordalía. Entonces, podríamos decir: clases son aquello cuya existencia se postula para hacerles patente a los seres humanos la injusticia en la que viven y movilizarles hacia su justa emancipación. Como se ve, obviamos entrar en si las clases existen o no de manera objetiva, más allá de las acciones de los sujetos. Lo único que importa es aquello que subjetivamente podemos hacer para cambiar nuestras condiciones objetivas: el acto de clasificar, de producir clases intelectualmente, nombrar aquello que existe y queremos destruir; el acto de combatir, la realización en la práctica del concepto de clase y del deseo de destrucción que lo motiva. Todo lo demás, decir que son x clases las que hay en vez de y, porque lo pone en un libro del siglo XIX o lo reflejan los sondeos de Metroscopia, es autoritarismo metafísico, más autoritario cuanto más se viste de ciencia.
Esta definición goza de una inmensa virtud, que es también su bondad. Muestra en toda su desnudez el hecho de que las clases, o más bien deberíamos decir de ahora en adelante el acto de clasificar, son herramientas prácticas e intelectuales de las que disponen los seres humanos para denunciar sus condiciones de injusticia; esto es, socializa los medios de producir definiciones sociales y de representarse situaciones existenciales más justas. Hace de la necesidad virtud.
Más aún, hace del odio bondad. ¿Por qué? Dado que las clases, como postulados, se orientan a la superación de las condiciones de injusticia vividas por los individuos, dos conclusiones saltan a la vista. En primer lugar, dado que las clases son productos de condiciones sentidas como repulsivas, las clases mismas son repulsivas. Seamos más exactos: todas las clases, nacidas de la injusticia, son repulsivas. Y, principalmente, ya que es lo que más de cerca toca a la propia subjetividad, la que más repulsiva ha de sentir cada cual es aquella a la que pertenece. Es imposible no sentir un asco soberano hacia la propia existencia al comprender que ésta está constituida por la miseria social. En segundo lugar, y en esto insistiremos más adelante, al ser las clases producidas por condiciones sociales estructurales (es decir, inconscientes por defecto para los individuos inmersos en las mismas) y estar los sujetos determinados por la clase que les preexiste, no es posible culpar a ningún individuo o colectivo por muy privilegiados que sean (aunque sí que es posible atribuirles responsabilidad) de instaurar y mantener la injusticia. Es un dogma fundamental de las humanidades: la estructura social y la agencia individual o colectiva no casan bien.
Así pues, de ambas conclusiones recogemos éste sumatorio: no es posible el odio entre clases, a la vez y debido a que, no es posible el orgullo de clase. ¿Cómo puede uno odiar algo que carece de existencia física ni autoría concreta, pues no es un individuo ni un colectivo, sino una precondición de los mismos? Sería como odiar al mar… ¿Cómo puede uno sentir orgullo de ser el producto de una situación que genera sufrimiento sin fin, de una mutilación de su humana potencia? El orgullo de clase es nuestra cabaña del tío Tom. En fin, no se ha perdido nada, pues no hay sentimientos más viles e inútiles que el odio y el orgullo.
Con lo cual, antes de incidir más en profundidad sobre el segundo elemento de la “lucha de clases”, el concepto “lucha”, ¿qué conclusión provisional podemos extraer? La clase es el artilugio indicador, cuya importancia no reside en sí mismo sino en aquello que señala, de una injusticia social, radical hasta el punto de ser vivida como una división ontológica de la humanidad. Para tomarle las medidas a la divisoria, dibujándole unos extremos, se piensan las clases. Curiosamente, las clases designan la relación entre elementos sociales constituidos por una mutua ausencia de relación, una convivencia de espaldas. Sin menoscabo de los sufrimientos concretos, es esa extrañeza de los que podrían ser vecinos lo que más enerva las conciencias. Para dar respuesta práctica a ese malestar, las clases humanizan la división, muestran que es en cada ser humano concreto que la injusticia ejerce sus poderes, evitando así que el acto de denunciarla se vea como mera abstracción de la vida real, pues la división ni se ve ni se toca, pero sí sus consecuencias.
Enseñándonos como esa injusticia ha parasitado todo nuestro ser, el discurso de clase nos llama a la acción por la justicia. ¿Es esa una acción contra el otro? No, pues el otro sufre de lo mismo; si bien puede no sufrir lo mismo o no sufrir en absoluto, ser asintomático, como se dice hoy en día. Es una acción por, para y con el otro. La división es lo que se ansía superar, instaurando en su lugar unas relaciones propiamente humanas, guiadas por la conciencia y la libertad. Fundirse en un abrazo, no replegarse con la guardia alta.
Jorge Perez de Heredia
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