La Guardia Civil y los matones de Falange de Baiona asesinaron en 1936 a nueve anarquistas inocentes para vengar una muerte. Durante el franquismo, sus vecinos simbolizaron en una cuneta la matanza. Un ejemplo de memoria subversiva que todavía perdura.
Nueve cruces grabadas en la tierra. Baredo, la curva de la infamia. Siete marineros, un herrero y un labrador. Anarquistas, inocentes, ejecutados. El hambre de venganza de un cruel cabo de la Guardia Civil y de los matones de Falange. El pueblo fue acallado, pero nunca quiso olvidar. Durante cuarenta años, simbolizaron la matanza en una cuneta.
Los vecinos cincelaban el polvo y las fuerzas vivas, que paradójicamente sembraban muerte, se encargaban de borrar de inmediato aquella línea horizontal jalonada por nueve rayas verticales. Así, una y otra vez, durante la eterna noche del franquismo. Un ejemplo de resistencia simbólica y memoria subversiva que ha perdurado hasta la actualidad.
Hoy, aquellas cruces labradas donde cayeron los republicanos de Baiona y Panxón, en la comarca pontevedresa de Val Miñor, son crucifijos de color sangre seca estampados en una pared rocosa que flanquea el kilómetro 58 de la carretera Pontevedra-Camposancos. Alguien pinta de rojo la piedra, como otras dibujaban en su día la tierra. A volta dos nove. La curva de los nueve.
El asesinato de aquellos cenetistas del mar fue la revancha que se cobraron los camisas azules de Baiona. Durante el asalto a la casa de un anciano ciego atendido por una septuagenaria, el falangista Luis Refojos recibió un tiro de los Ineses, quienes emprenderían una infrutuosa huida. Cayeron ambos, como también mataron a la señora por dar cobijo a los fuxidos.
«La criada le llevaba el Faro de Vigo todos los días y hacía mucho gasto para un hombre solo. Y él para qué quería el periódico si no veía…», se escucha en el rosario de testimonios del documental A volta dos nove. Ambos detalles levantaron las sospechas de los represores, cuyo objetivo era dar con dos hermanos, Luís y Pepe López, cuyas ideas progresistas los pusieron en la diana tras el golpe de 1936.
Luís era socialista. Pepe había estaba muy implicado en el movimiento anarquista en Argentina, donde había militado en la FORA, escrito en La Protesta y fundado el primer sindicato de choferes de Buenos Aires. Deportados tras la sublevación militar de 1930 que llevó al poder al general José Félix Uriburu, regresaron a Galicia, donde el hermano menor colaboró en el periódico Solidaridad Obrera.
«Escribe artículos sobre cooperativismo muy modernos, porque él también lo era. Tenía incubadoras para los pollos. Diseñó un sistema de riego. Enseñaba esperanto para difundir el uso de un idioma universal. Consideraba la formación el elemento más importante del ser humano. Llevaba un vida humilde después de que le expropiaran sus bienes. Y, en pleno invierno, andaba en taparrabos», lo esboza Antonio Caeiro, director de A volta dos nove, producido por O Faiado.
La cinta quiso recuperar el recuerdo de los asesinados en la curva de Baredo y, de paso, la de ambos hermanos, cuya persecución fue el origen de la matanza. «Escarbé en su historia porque apenas se sabía nada de ellos», manifiesta a Público el autor de la tristelogía, nombre con el que bautizó una trilogía que se completa con Aillados y A memoria nos tempos do wolfram. «Eran dos hermanos muy queridos, como lo había sido su madre, Inés». De ahí el apodo de los Ineses.
Caeiro, al igual que muchos paisanos de la comarca de Val Miñor, evocaba los asesinatos de una manera difusa. Un relato oral, que lo había cautivado desde niño, estilizado por un realismo más trágico que mágico. «Desde su muerte, comenzaron a aparecer cruces en la tierra, hasta que la construcción de una carretera provocó que las pintasen de rojo en una roca, enfrente de la escultura del artista Fernando Casás que hoy les rinde homenaje».
En Galicia hubo matanzas más cruentas, si bien esas marcas que indicaban el lugar de las ejecuciones provocaron que nunca se dejase de hablar de esta crónica negra, convertida en leyenda. ¿Quién dibujaba las cruces? Las respuestas señalaban a los familiares, a las lecheras que atravesaban el camino, a una señora que había perdido el juicio, pero no la justicia… Hipótesis que alcanzaban lo sobrenatural: sus autores, decían algunos, eran los nueve.
«Es la memoria de la memoria: cuéntale a los otros que aquí sucedió algo. Una resistencia social silenciosa, aunque muy efectiva», explica Caeiro, quien apunta otro rasgo que dramatizó todavía más la desgracia. Los verdugos no habían venido de lejos para evitar que la sangre empapase las relaciones entre conocidos: «Gente de Baiona matando a gente de Baiona. Gente del Val Miñor matando a gente del Val Miñor. Vecinos matando a vecinos».
Esa singularidad disipó el anonimato: todos sabían quiénes eran los ejecutores. Y, si bien durante muchos años campó el silencio, verbalizado sólo por las cruces, con el paso del tiempo algunas viudas o huérfanos comenzaron a señalarlos. «Cuando los familiares perdieron el miedo, cayó el muro de impunidad de la que gozaban los asesinos», señala el director del documental, que recoge el testimonio valiente de Manuela Lijó.
Un hombre, cuando iba a ver a sus suegros a Sabarís, pasaba por delante de su casa en bicicleta y acostumbraba a gritarle que iba a atropellarle una gallina. Hasta que comentó la anécdota y su madre le dijo: «No le hables a ése, porque fue quién mató a tu padre». Días después, volvió a gritarle: «¡Un día te voy a matar una gallina!». Entonces, ella le respondió: «No me importa, ya mataste a mi padre…». Nunca volvió a tomar ese camino.
La nieta de otra víctima, Generoso Valverde, recuerda que la familia no hablaba del tema, excepto en la intimidad del hogar. «Mi abuela estaba esperando que muriese Franco para poder hacerlo ella. Y cuando falleció el dictador, ella también se murió», confiesa a Público Rosa Mari, quien lamenta la situación de precariedad en la que se quedó su viuda, Aurelia, con tantas bocas que alimentar.
Su marido tenía 37 años, era marinero y vivía en Panxón. «No poseían nada y se quedó con seis hijos a su cargo. Se vieron forzados a emigrar a Uruguay porque estaban marcados por comunistas, sobre todo mi padre, y por la situación económica que atravesaban», explica Rosa Mari Valverde, quien detalla que su abuelo no había hecho nada para ser encarcelado. «Lo denunció el cura porque era ateo, no iba a misa, ni bautizó a ningún hijo. Lo tenía atragantado».
La represión
El 24 de julio de 1936 el Ejército entró en la comarca de Val Miñor y muchos se echaron al monte, aunque algunos terminarían entregándose. «Casi ninguno se salvó. El que cambió la chaqueta, sí. De la noche a la mañana, camiseta falangista al hombro y a zafar la piel. Pero el que tenía las ideas no cambio y lo jodieron. Las armas las tenían ellos», rememora Vicente Valverde, hijo de Generoso.
Los Ineses, en cambio, permanecieron huidos y se refugiaron en la casa del anciano ciego, donde servía Dolores Samuelle, Perfecta, quien a sus 71 años también sería asesinada por los falangistas. Durante el asalto, uno de ellos fue herido de muerte. La carrera de los hermanos López duraría poco, aunque Luís intentó saltar la tapia del cementerio de Sabarís, donde yacían los restos de su madre. Allí también serían sepultados ellos, pero el desprecio continuaría bajo tierra: tres cadáveres amontonados, uno encima del otro; en medio, el de Perfecta.
«La muerte de Refojo desencadena la brutalidad, el ansia de venganza, la idea del escarmiento y el terror», escriben Xosé Lois Vilar y Carlos Méixome en A Volta dos Nove: notas para unha historia da represión franquista no Val Miñor, publicado en la revista de historia Murguía. El cabo Manuel González Pena y sus secuaces intentaron sacar de la cárcel de Vigo a los hermanos Villafines, significados republicanos, pues Agustín había sido alcalde de Baiona y, junto a José, habían intentado frenar en vano la toma del pueblo por las tropas rebeldes.
Sin embargo, un oficial de la Guardia Civil se negó a entregarlos, por lo que la banda se desplazó hasta un frontón donde habían confinado a otros detenidos. Allí subieron en una furgoneta a nueve hombres, quienes serían torturados en Baiona y luego asesinados en una carretera cercana. No hubo testigos oculares, aunque los tiros fueron escuchados por los marineros que faenaban en el mar y por unos trabajadores que iban en carro a una cantera.
«Sabe dios cómo los mataron y lo que hicieron antes con ellos», se escucha en el documental, donde se relata que una mujer encontró dos dedos en el lugar, los envolvió en un pañuelo y los enterró en el cementerio. «Íbamos a la escuela y llegó un camión, bajó un hombre ensangrentado y nos dijo: Denos un cubo de agua para lavarnos, que venimos de matar a nueve cerdos. Fuimos a ver los nueve cerdos y resulta que eran nueve hombres», relata Liberata González.
Ella conocía al único matón que logró ver, perteneciente a «la familia más rica de Baiona». Eugenio Rodríguez también apunta hacia los autores, intelectuales o ejecutores, de éste y otros crímenes: «Toda la gente que se metió a matar era gente grande. No veías a ningún pobre, porque estaban siempre escapados». Vilar y Méixome detallan que las «detenciones masivas» fueron sustituidas en agosto de 1936 por «asesinatos selectivos con el fin de atemorizar a la población». El objetivo: la «eliminación de los dirigentes sociales leales a la República».
Resistencia simbólica
Herminio Ramos, alcalde de Baiona tras el golpe de Estado, escribe en su diario el 16 de octubre de 1936: «En el día de hoy aparecen muertos a la orilla de la carretera más allá de la fuente de San Roque nueve hombres que resultaron ser vecinos de esta villa, calificados de rojos presos en Vigo, siendo sepultados en el cementerio. También se le da sepultura en esta villa al falangista Luis Refojos, muerto a consecuencia de las heridas hechas por los hermanos López».
Ramos describe ese entierro como un «acontecimiento», debido a las «numerosas coronas» y a la asistencia de falangistas y balillas de Vigo, Cangas, A Guarda y Sabarís. «Al de los rojos, guerrilleros y presos, no le acompañó el más mínimo ceremonial. No es un asunto insignificante, remite a esa victoria total que los sublevados buscaban», escribe Ana Cabana en Sobrellevar la vida. Memorias de resistencias y resistencias de las memorias al franquismo.
«No era suficiente con matar físicamente al enemigo, debía ser aniquilado también en lo psicológico. La ausencia de ritos y protocolos habituales a la hora de la sepultura [véase la impía manera de enterrar a los Ineses y a la cuidadora del invidente] era una forma de hacerlo, era un modo de represión que se sumaba al hecho de quitar la vida, a la represión física», añade la historiadora de la Universidade de Santiago, quien alude en su investigación a las «fórmulas igualmente alegóricas que las comunidades activaron para tratar de aliviarla».
Durante cuatro décadas, las cruces fueron una muestra de resistencia simbólica, no sólo en homenaje a las víctimas, sino también contra los represores. «Luis Refojo era malo como la sarna. El cabo Pena mejor no decir lo que era. El guardia Baltasar, otro perro. Y el Negro de Sabarís, que se apuntó de falangista y, siendo su amigo más grande, fue a matarlos», describe Eugenio Rodríguez a los asesinos de los Ineses.
Acorralado, uno de los hermanos López decidió rendirse, pero no hubo clemencia y recibió un tiro en la cabeza. «Después de muerto, aún le daban patadas y lo arrastraron como a un perro». Otras personas que protagonizan el documental no sólo tienen malas palabras para ellos, sino que dejan claro que fueron maldecidos por la comunidad, uno de los gestos —junto a no asistir a sus entierros— a los que alude Cabana, autora de Entre a resistencia e a adaptación. A sociedade rural galega no franquismo.
«No desearle una buena muerte ni la vida eterna al difunto implicaba romper con algo muy importante, pues esas normas estaban muy asentadas en su comportamiento», explicaba la historiadora en este reportaje sobre la resistencia pacífica en el campo. Así, Manuela Lijó califica a los represores de Baiona como «cuatro mangantes» y rememora un comentario de su madre: Tú vas a pagarlas. «Y las pagó… Porque aquel hombre, que siempre insultaba a mamá, falleció de mala muerte. Es más, todos murieron como ellas quisieron».
Al cabo Pena, «ascendido a teniente como reconocimiento a la crueldad ejercida», se lo llevó un cáncer a los 65 años. Unos padecieron enfermedades dolorosas, otros sufrieron accidentes de coche y muchos acabaron alcoholizados y cirróticos, según Caeiro, quien recuerda a un marinero desnortado que, preso del pasado, se ponía a gritar en su barca que los muertos lo perseguían y empezaba a remar a toda prisa para alejarse de la represión que había faenado.
«Esa justicia divina no es válida. El asesinato debe ser pagado con un juicio y no con un mal que te envía Dios. A unos les provocaría enfermedades, pero a otros les dio una salud de hierro», cree Caeiro, quien supone que aquellos crímenes terminaron pesando en su conciencia. «Durante las persecuciones, eran muy chulos y carecían de moralidad, aunque los remordimientos surgen en algún momento. Seguían viendo a los familiares de las víctimas y muchos se dieron a la bebida, porque para ellos tenía que ser insoportable».
Cabana subraya que tanto en Baiona como en otros lugares «no faltaron signos visibles que evidenciaran el rechazo hacia las estructuras de poder que se impusieron por la fuerza». Las nueve cruces, pues, eran una forma de «disidencia» propia de la resistencia simbólica y una muestra de «memoria subversiva», en palabras de la historiadora de la Universidade de Santiago. El medio de los vencidos para producir mitos que renovasen «los universos simbólicos propios de las comunidades rurales» con los que evidenciaban su repulsa.
«La construcción de recuerdos —y de los relatos que de ellos derivan— en los que cristalizan imágenes míticas cuya finalidad era recriminar un hecho o acción que no se podía verbalizar en voz alta sin exponerse a la represión franquista, por ir en contra o alejarse del discurso oficial del régimen, del lenguaje oficial de los vencedores», apunta Cabana, quien destaca la «ruptura de los marcos de representación» franquistas.
Doble olvido
El historiador Carlos Méixome descarta que, aunque a veces se piense lo contrario, no hubiese una trasmisión de la memoria. «Existió, pero de forma escondida». Otra veces, también furtiva, como las cruces que comenzaron a aparecer en la curva de Baredo. «Los falangistas o quienes se veían interpelados se afanaban en borrarlas para evitar que se transmitiese el recuerdo de los ejecutados. Sin embargo, volvían a aparecer al instante».
No obstante, se dio la paradoja de que en los albores de la democracia comenzaron a desaparecer, hasta que con la construcción de la nueva carretera volvieron a ser pintadas en un talud, perpetuando una tradición que se había extinguido. «La matanza quedó arrinconada, lo que forma parte de la indignidad del proceso de la transición, porque suponía un doble olvido». Salimos de la dictadura, insiste el exdirector del Instituto de Estudos Miñoranos (IEM), pero caímos en la amnesia.
Los testimonios recogidos por Caeiro desempolvarían décadas después aquella infamia. «Era un sinvergüenza, un abusador de mujeres», denuncia Cándido Alonso cuando evoca al despiadado cabo Pena, un hombre temible conocido por sus palizas. «Le teníamos miedo», reconoce en el filme, cuyo proceso de documentación tropezó con los atrancos del Concello de Baiona, entonces en manos del PP, que según el director no permitió el acceso a sus archivos.
Otros testimonios esculpen los feroces actos de sus secuaces, mientras que califican como «humanitarios» y «buenas personas» a los hermanos López, cuya madre fue cubierta con una bandera republicana cuando murió. Un entierro multitudinario y silencioso en Sabarís, sin curas ni música. Las voces volvían a traspasar las paredes de sus casas, transmitiendo a quien quisiera escuchar la feroz represión sistemática desatada a finales de julio de 1936, que condujo a tantos republicanos a las cárceles y a las cunetas.
Méixome subraya a Público que para entender la inmortalidad de aquellas cruces hay que remontarse a sus orígenes. «Un crimen brutal en venganza por la muerte de un falangista. Un castigo a los hipotéticos amigos de los hermanos huidos, aunque fuesen inocentes. Unas ejecuciones, precedidas de torturas, que causaron un impacto tremendo entre la población, porque no dejaban de ser una advertencia». El historiador apunta al cabo Pena como instigador, pues representaba al mando militar, en este caso la Guardia Civil. «No tenía ningún escrúpulo», zanja Rosa Mari Valverde.
Manos anónimas
El escritor Xosé Luís Méndez Ferrín descubrió las cruces en 1972 y detalló la sensación que le causó verlas, alumbradas por un luar que permitía conjeturar que podrían haber sido trazadas con un dedo. La luz de luna le reveló un pasaje funesto que desconocía, pero que había sido mantenido vivo durante generaciones. «Noche tras noche, una mano, muchas manos anónimas dibujaban en recuerdo de los muertos nueve cruces en el lugar del fusilamiento», rememoraba en el Faro de Vigo.
«La leyenda cuenta que nunca la Guardia Civil ni las autoridades fascistas consiguieron detener ni identificar a quienes dibujaban incansables, año tras año y casi todas las noches, nueve cruces que luego desharía el viento o las botas totalitarias», escribía en la columna Na Volta dos Nove, donde valoraba la tenacidad de quienes «memorizaban de modo conmovedor a aquellos mozos inmolados». Y él mismo, antes de abandonar el lugar, cogió un palo y horadó la tierra, perpetuando hondamente la memoria.
Vicente Valverde apela al coraje de las gentes durante el franquismo. «Había que echarle valor, porque cuando empezaron a aparecer aquello fue muy perseguido». La Guardia Civil, según Liberata González, «se volvió loca buscando a quién las pintaba y nunca fueron capaces de coger a nadie». Manuela Lijó asegura que vigilaron a una mujer, pero tampoco la pillaron in fraganti. «Pobrecilla… Tenía arte».
Otra voz asegura que el testigo pasó de una persona a otra. Cada vez que iba a morir, le encomendaba la labor a alguien. Y, por miedo a que el arcén fuese asfaltado, la última ordenó que fuesen pintadas en una roca, según Evaristo Cabral, ahijado de una víctima. «Todo el mundo marcaba las cruces. No fue sólo una señora. A la gente no le gustó aquel hecho y hubo una oposición terrible. ¿Por qué tenían que haberlos matado? Fue una venganza del cabo Pena», concluye Teresa Cabral, hermana de uno de los ejecutados.
Méixome sostiene que nunca se supo el nombre del autor o los autores. «Una memoria firmada no se sabe por quién. Un ejercicio de memoria colectiva. Una especie de Fuenteovejuna», compara el historiador, quien describe la impronta urgente de las «manos anónimas y secretas» que nunca se cansaron de trazar una larga línea horizontal atravesada por otras pequeñas: la señal de la cruz. «Que se sepa no hubo detenidos, pero el enfado de las nuevas autoridades era mucho», apuntaba en la revista Murguía.
«Ésta es la historia que, de haber sido conocida por Bertolt Brecht, podría haber formado parte de su elección de cuadros ilustrativos del horror bajo el Tercer Reich. Es una historia a la espera de un gran poema épico-lírico», escribía Méndez Ferrín, autor de Arraianos y exdirector de la Real Academia Galega, sobre «las cruces de la rabia y de la memoria del holocausto gallego» pintadas por aquellos que habían permanecido leales a la causa de sus muertos.
Modesto Fernández, 47 años, marinero, casado y con seis hijos.
Generoso Valverde, 37 años, marinero, casado y con seis hijos.
Manuel Francisco Lijó, 34 años, marinero, casado y con cinco hijos.
José Rodríguez, 45 años, marinero, casado y con cinco hijos.
Manuel Aballe, 41 años, marinero, casado y con dos hijos.
Felicísimo Antonio Pérez, 44 años, marinero, casado y sin hijos.
Fidel Leyenda, 51 años, marinero, casado y sin hijos.
Elías Alejandro Gonda, 36 años, labrador, casado y con tres hijos.
Manuel Barbosa, 30 años, herrero, casado y con cuatro hijos.
La mayoría de los huérfanos eran menores.
Su delito: ser anarquistas
Casi todos los asesinados estaban afiliados al Sindicato de Industrias Pesqueras El Despertar del Valle de Panxón y al Sindicato de Marineros de Baiona, vinculados a la Federación Regional de Industria Pesquera, perteneciente a la CNT, en la que también militaba Pepe López, cuya detención desencadenaría la matanza. Entonces, la Confederación Nacional del Trabajo contaba entre sus filas con cientos de marineros de Val Miñor, quienes hacían gala de su espíritu anarquista.
Manuel Lijó pintó en su flamante gamela, una típica embarcación gallega, la proclama UHP, es decir, Uníos Hermanos Proletarios. Había perdido una barca en un temporal y sus compañeros hicieron un fondo común para comprarle una nueva. «Aquella sigla fue una de las excusas para detenerlo por haberse significado políticamente, aunque todas las referencias sobre los cenetistas son indirectas, pues las tropas rebeldes entraron en las sedes y requisaron los archivos», explica a Público el historiador Xosé Lois Vilar.
Las listas de los militantes de la CNT nunca trascendieron, pues tras el paso de los soldados no quedó ninguna documentación. El vicedirector del Instituto de Estudos Miñoranos señala sin embargo que la represión contra ellos fue encarnizada. Tras la toma de Baiona, los fugados fueron detenidos o se entregaron, excepto los Ineses y Manuel Prado, apodado Lolito. También era anarquista y, aunque estaba afiliado al sindicato marinero de Panxón, trabajaba como carpintero en las cocheras del tranvía de Vigo.
Allí lo ejecutaron al final de la guerra, condenado a muerte por rebelión militar tras integrar una partida que actuaba por los montes de Gondomar. «Algo haría, pero hasta que fue detenido en 1938 lo usaron como chivo expiatorio, pues le habían atribuido todo tipo de robos, atracos y asesinatos», asegura Vilar, quien rememora que fue arrestado junto a tres mujeres que le habían dado cobijo: una anciana ciega, su hija y su sobrina. Alguien vio ropa masculina tendida y, dado que en aquella casa no vivía ningún hombre, dio el chivatazo.
«Una de ellas, Rogelia Cabreira, fue condenada a quince años por prestar auxilio a huidos y encerrada una prisión de Tarragona», detalla el historiador, quien establece un paralelismo con el caso de Pepe López, también de la CNT, refugiado en la vivienda del invidente hasta que fue descubierto junto a su hermano. A los falangistas no les bastó con matar a la señora que lo cuidaba, sino que regresaron para quemarle su biblioteca. «Tenía una buena colección, aunque no sería precisamente de libros de misa», ironiza Vilar, quien participó como arqueólogo en los trabajos de exhumación de los nueve de Baredo.
No hallaron sus restos. «La esquina del cementerio era un osario. Ninguno de los cráneos que encontramos presentaba signos de violencia y sabíamos que habían sido tiroteados desde lejos y luego rematados con un disparo en la cabeza. De hecho, en el simulacro de la autopsia que les hicieron constaba que tenían hemorragias en distintas partes de su cuerpo», explica el historiador.
Los nueve fueron arrojados a una fosa común y el tiempo borró su rastro. El intento de exhumarlos fue en vano, pues es probable que en su día fuesen trasladados por sus familias. «Cuentan que, en los años cuarenta, las viudas vinieron en tranvía y los hijos en gamela en busca de sus restos, que habrían sido entregados por el enterrador», especula el historiador respecto a esa hipótesis transmitida por fuentes orales.
Nada se sabe pues de sus cuerpos, pero sí de su recuerdo, que sigue vivo en la curva de una carretera donde un alguien plural comenzó a perpetuar sus figuras en forma de cruces, así en la tierra como en una pared cuyo horizonte se pierde en el cielo.
Henrique Mariño @solucionsalina
Artículo publicado en PÚBLICO