Extraído del cnt nº 423.
Hace 150 años, en los últimos días de junio de 1870 se celebró en el reformado Teatro Circo de Barcelona —cedido gracias a la afiliación a la Internacional del hijo del portero— el primer congreso de trabajadores españoles, en el que se sentaron las bases no solo de la sección autóctona de la Primera Internacional —la Federación Regional Española— si no del movimiento obrero en nuestro país.
No fue un comicio banal ni prematuro; por el contrario, mostró lo adelantada que estaba la clase trabajadora española. No olvidemos que por entonces Alemania e Italia no existían como países libres y unificados y que buena parte de las secciones de la Internacional —rusos, polacos…— no existían más allá de los exiguos círculos del exilio londinense. No por casualidad los primeros congresos internacionalistas se convocaron en Suiza, único país continental que permitía su celebración.
En religión, el ateísmo;
en política, la anarquía;
en economía, el colectivismo
En estas circunstancias nadie esperaba mucho de este primer congreso de los obreros en España, un país que ni había completado su Revolución Industrial —salvo en Barcelona y sus contornos y la Cornisa Cantábrica— ni había sido capaz de derrotar a los estamentos privilegiados para implantar un régimen político liberal hasta la Revolución Gloriosa de septiembre de 1868, sólo veinte mesas atrás.
Desde luego, no lo esperaba el Consejo General internacionalista de Londres —bajo la influencia de Karl Marx— que ni siquiera había aprovechado sus contactos para organizar la sección española de la Internacional, a pesar de que Friedrich Engels fue el encargado de las relaciones con nuestro país. Tampoco lo esperaba la burguesía española, que aún veía en los campesinos carlistas a su peor enemigo; y ni siquiera lo esperaban los sectores más avanzados de esta burguesía, agrupados en el republicanismo federal, que creían que podían seguir tutelando a los trabajadores españoles, que nutrían su base electoral, gracias a políticos como Francisco Pi y Margall o Fernando Garrido.
No habría pensado lo mismo un observador más atento que hubiese acudido el 19 de junio a la primera sesión del congreso. Aunque la Internacional había sido fundada dieciocho meses atrás, sólo había dado señales de vida desde diciembre del año anterior; y en tan breve tiempo había conseguido reunir en Barcelona a noventa delegados que representaban a ciento cincuenta sociedades de unas cuarenta localidades, sobre todo catalanas, pero también de Madrid, Almadén, Palma de Mallorca, Ezcaray, Arahal, Alcoy, Cádiz, Valladolid… que sumaban varios miles de trabajadores. Entre ellos había obreros de modernas fábricas textiles o metalúrgicas, jornaleros agrícolas y trabajadores cuyas condiciones laborales se asemejaban a las de los antiguos artesanos. Una pluralidad que desmentía desde el principio el estrecho vanguardismo que Karl Marx atribuía a los obreros industriales.
Entre sus delegados se sentaban Rafael Farga Pellicer —corresponsal de Bakunin en Barcelona—, Antonio Marsal Anglora —que asistió al comicio de la Internacional en 1868—, Anselmo Lorenzo, Tomás González Morago —el auténtico impulsor de la Internacional—, Enrique Borrel, Trinidad Soriano, Francisco Tomás, José García Viñas, Gaspar Sentiñón, Antonio González García-Meneses…
A este congreso le correspondió la tarea de mostrar la plena madurez de la clase obrera española, que rompió con la tutela del republicanismo federal, que veía a los trabajadores como fuerza de choque al servicio de su estrategia política insurreccional, con el cooperativismo, heredero del socialismo utópico que se resistía a enfrentarse al capitalismo, y con la familia tradicional y autoritaria. Los delegados afianzaron la plena autonomía de una clase obrera que quería ser protagonista exclusiva de su emancipación y que se declaraba internacionalista frente a todo patriotismo. Bien pudieron proclamar: «en religión, el ateísmo; en política, la anarquía; en economía, el colectivismo».
Juan Pablo Calero | Comarcal Sur, Madrid
Publicado en CNT